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Acaso hallen algo interesante en él quienes mantienen un compromiso de vida con la justicia y con la belleza.

lunes, 1 de julio de 2013

LOS 70s

TRASCENDER LOS ECOS, RESCATAR LAS VOCES

“¡piedra libre para mí y para todos mis compañeros!”

Raquel Robles,
Pequeños combatientes.


Desde la recuperación del orden constitucional - salvo honrosas excepciones -, es un hecho generalizado en el seno de la llamada Nueva Izquierda Independiente ponderar el legado de la experiencia marxista armada, acaso merced a que su matriz ideológica internacionalista  - más allá del fracaso del socialismo real - aún tiene cuestiones por demostrar en algunos enclaves del planeta, lo cual se suma a la discutible convicción de que la muerte en combate de sus principales referentes sería el testimonio palmario de una verdadera intransigencia ante el sistema; mientras se hace pesar sobre el nacionalismo revolucionario el “estigma” de haberse embanderado con una identidad como el peronismo, sostenedora de una “ambigua” Tercera Posición basada en un Capitalismo de Estado, y - lo más “imperdonable” - que un puñado de sus máximos exponentes haya sobrevivido (con la carga de sospechas que tras un genocidio ello implicaría), expuestos ahora al severo desafío de optar entre la rebeldía o la genuflexión a que conducen los cantos de sirena del progresismo neo desarrollista. No obstante, consideramos que a distancia prudencial de las secuelas del terrorismo ideológico, y cuando han ido dando testimonio calificadas figuras de aquella lucha, paralelamente a la aparición de concienzudos estudios al respecto y documentación desclasificada, están dadas las condiciones para avanzar con todas las herramientas que brindan las ciencias sociales en el más riguroso balance de tales experiencias, ya sin pretexto para seguir alimentando supersticiones.

El belicismo de un líder nacional de extracción castrense como herencia de una generación que lo puso en acto

Uno de los argumentos más controvertidos durante la transición democrática, fundamentalmente con los organismos de DDHH (la mayoría de cuyos referentes provino de familias de clase media con cuyas tradiciones rompieron aquell@s hij@s que se sumaron a la lucha de masas en los 60s), ha sido el de si durante los años de represión y genocidio se libró o no una guerra entre el pueblo y la oligarquía. Dado que las FFAA tomaron el poder en 1976 asumiéndose como avanzada de una Tercera Guerra Mundial “contra el enemigo marxista internacional”,  apelando a su proverbial binarismo, el medio pelo vernáculo asumió que utilizar una definición semejante, aún desde las antípodas del arco ideológico, suponía convertirse en la contracara del gobierno de facto. Obviando el lugar común a que conduce definir una guerra en términos convencionales, vale la pena refrescar ante las nuevas generaciones que quienes oportunamente enfrentamos a los sectores dominantes desde el peronismo y con metodologías de lucha violenta no precisamos abrevar necesariamente en las tesis de Von Clawsewitz o de Giap, porque tuvimos una fuente de inspiración pródiga en el apuntalamiento de conceptos que hoy pasan por alto muchos de sus propios seguidores: El mismísimo Tte. Gral. Juan Domingo Perón, a quien pertenece - por ejemplo -  la siguiente idea-fuerza “Es imprescindible que nuestros jóvenes comprendan que deben tener siempre presente en la lucha y en la preparación de la organización que: es imposible la coexistencia pacífica entre las clases oprimidas y sus represores” (Carta a la Juventud, 20/10/1965) Pongamos pues blanco sobre negro de una vez por todas: El Líder de las grandes mayorías nacionales nos preparó desde su exilio durante casi 20 años para una guerra de liberación. Al efecto de comprender en profundidad que las ideas que profesamos por entonces fueron tributarias de aquel mundo bipolar de Yalta, y que poco fue lo que inventamos a la hora de dar pelea por la Justicia Social, bastará con pasar revista al documental Actualización política y doctrinaria para la toma del poder (http://www.youtube.com/watch?v=K5qj3y9D1EM), de Fernando Ezequiel Solanas y Octavio Getino, en el que es el propio Líder quien, en el capítulo titulado “La guerra integral”  define en términos bélicos al enfrentamiento contra la dictadura. Más allá de cuestiones retóricas - que siempre supondrán un posicionamiento ideológico puntual - cada vez más historiadores y sociólogos coinciden en definir que nuestro país padece una suerte de guerra civil, a veces latente y a veces explícita, prácticamente desde que el patriciado local lo edificó como República sobre la sangre del criollo y del indio.

1974: ¿Defenderse de una democracia?

Otro capítulo de la historia contemporánea que merecería mayor consideración - si no de la clase política, al menos de l@s historiadores más honest@s -, es el que involucra el pase a la clandestinidad en setiembre de 1974 de una organización político-militar Montoneros cuyo espacio venía siendo ferozmente hostigado desde la Masacre de Ezeiza, ocurrida el 20 de junio de 1973 con motivo del definitivo regreso de Perón a la Patria. Hoy se sabe que un posible agente de la CIA que fuera escalando posiciones en el entorno inmediato del Líder - sobre todo ante el creciente deterioro de su salud -, acaso en acuerdo con la Logia P2, edificó desde el Ministerio de Bienestar Social un sofisticado aparato represivo destinado a aniquilar a la militancia contestataria. Aceptando nuestra candidez generacional y cortedad de miras al apelar a medidas de autopreservación de carácter militar antes que político, en vez de recurrir a la fórmula simplista que demanda respetar en abstracto “el orden Constitucional” cabría también debatir a fondo y abiertamente si por entonces quedaba en pie algún vestigio del mandato popular masivamente votado en 1973…

1976: Cuanto peor… peor

Frecuentemente se cuestiona la idea generalizada con que nuestra experiencia de lucha arribó a la instauración del Proceso de Reorganización Nacional apuntando a la sobreestimación que hicimos de una posible respuesta popular unánime contra el gobierno de facto. Hoy puede establecerse que el grueso de aquellas masas populares que protagonizaran la euforia de 1973 y albergaran fundadas esperanzas en el gobierno popular recuperado, a partir de su derrocamiento optó razonablemente por replegarse a la espera de medir al enemigo y contar con mejores condiciones para emprender la resistencia, aislando por ende a una militancia revolucionaria  que quedaría batallando sola en la primera línea de fuego, defendiendo dicha posición con temerario sacrificio hasta que volviera a generalizarse la lucha, después del Campeonato Mundial de Fútbol 1978, y ya resueltamente tras la derrota de la aventura en Malvinas. En referencia a circunstancias como las descriptas sostiene Roberto Perdía en su imprescindible testimonio Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona (de lectura recomendada especialmente para quienes aún opinan que no existe autocrítica pública de dicha organización, o que el pasado violento en revisión elude abordar la génesis de un terrorismo estatal que comenzó a fraguar bajo el gobierno de Isabel Martínez y José López Rega),”ese voluntarismo que nos llevaría, muchas veces, a definir la realidad y nuestra conducta sobre ella con más audacia que objetividad”.

¿Hubo en Argentina más de UN terrorismo?

Acaso en su momento de máxima lucidez, la Sra. Graciela Fernández Meijide acaba de publicar el libro Eran humanos, no héroes. Crítica de la violencia política de los 70. Sin embargo allí desliza una afirmación que merece discutirse: “Los dirigentes de esa juventud no eligieron el monte sino la ciudad, y cuando la guerrilla es urbana, tiene procedimientos terroristas”. Legitimando plenamente el derecho a ejercer cuestionamientos como los que venimos reseñando, resulta a todas luces inadmisible a esta altura de la Historia seguir consintiendo el apelativo de “terroristas” que endilga a las fuerzas revolucionarias de otrora no sólo la reacción sino buena parte del  demo-liberalismo, en nombre de posiciones de avanzada. Remitiéndonos al sentido literal del término, la definición de la Real Academia Española para “terrorismo” es:

1. m. Dominación por el terror.
2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.
3. m. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo 
         común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines
         políticos.

Ateniéndonos a tales consideraciones, el propósito de los montoneros - como ya es  prácticamente de público conocimiento - nunca fue dominar a nadie mediante el terror, sino más bien acompañar la lucha de un pueblo rebelado contra la injusticia y la opresión de los poderosos. El fin de ciertos ataques - nunca indiscriminados, como algunos que realizaron otras fuerzas tales como la ETA, el IRA, o Baader-Mêinhoff - perpetrados fundamentalmente bajo regímenes de facto persiguió, en todo caso, persuadir al enemigo acerca de que el pueblo en armas estaba en condiciones de llevarle a él la misma zozobra a la que venía condenando a los pobres. Tampoco se trató de una banda sino - como puede constatarse sobre todo en la profusa documentación audiovisual de la época - de una de las organizaciones político-militares más importantes del entonces llamado Tercer Mundo, cuyo accionar - tanto el acertado como el erróneo -  estuvo pura y exclusivamente destinado a erosionar los cimientos del yugo imperial, y jamás apuntó contra otro blanco que el de sus sostenedores. El único terrorismo pues que l@s argentin@s deberíamos reconocer, a tres décadas de recuperada la democracia, es el Terrorismo de Estado que impuso la Doctrina de Seguridad Nacional, cuyas consecuencias materiales han sido mejor dimensionadas que las que aún padece el imaginario social.

De Oscar del Barco a Cristina: Entre el pacifismo y la rendición

En nuestra modesta opinión, el  descomunal escarmiento que dejara como saldo el genocidio cometido contra l@s argentin@s durante “los años de plomo” ha venido produciendo algunas revisiones de lo actuado si no mal intencionadas al menos un tanto excesivas y, por ende, difíciles de compartir, por parte de  exponentes arrepentidos de la lucha revolucionaria. Tal vez el caso más emblemático sea el del ex militante del Ejército Guerrillero del Pueblo Oscar del Barco, quien - partiendo del excepcional ejemplo de la ejecución de dos miembros de dicha fuerza que aparentemente defeccionaron en la lucha - vierte opiniones tan controvertibles respecto de aquel contexto de lucha abierta como todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún ‘ideal’ que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el ‘no matarás’ cuando se trata de nuestros propios hijos.
Todo ser humano tiene derecho a culminar su existencia con la conciencia tranquila, pero resulta cuanto menos equívoco que en una latitud tan castigada como la nuestra se apele justamente a un mandamiento de las Sagradas Escrituras (producto de una de las religiones que más víctimas ha causado en la historia de la humanidad, tan solo tomando en cuenta la Inquisición y la Conquista de América) para - obviando la Teoría de la Dependencia y sus funestas consecuencias - intentar un postrer acto de contrición que huele a hipocresía en un mundo cuyas relaciones distan aún de cimentarse sobre la paz que todos deseamos.
En otro párrafo, la carta de Del Barco se aventura riesgosamente en las aguas en que navega habitualmente la Sra. Cecilia Pando, preguntándose lisa y llanamente “¿en qué se funda el presunto ‘derecho’ a matar’? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra?”.

Deponiendo el pudor que implica toda autoreferencialidad, consideramos pertinente recurrir en este caso a un párrafo del artículo BICENTENARIO Y POLÍTICAS DE LA MEMORIA. Aportes para combatir el doble discurso ‘progre’ en el seno de la militancia (http://www.elortiba.org/notapas930.html ), publicado en Mayo de 2010 por el portal El Ortiba. Allí decíamos, a propósito del enfrentamiento al que hacemos referencia aquí,  “dicha circunstancia no podrá sintetizarse jamás si se sigue confrontando cadáver contra cadáver y escamoteando considerar la puja de intereses económico-sociales aún vigente entre pueblo y oligarquía:  Constituye una falta de respeto a los deudos de ambos difuntos cotejar la muerte del Gral. Pedro Eugenio Aramburu con la del periodista Rodolfo Jorge Walsh, o viceversa. Pero, si bien no le devuelve la vida a ninguno de los dos, despeja el horizonte nacional explicar y comprender qué móviles político-ideológico-culturales y hasta morales todavía en tensión representa cada uno de esos muertos. En todo caso, lo que huelga revisar no es el derecho humano a suprimir una vida en términos abstractos, toda vez que la historia de la humanidad es trágicamente pródiga en exterminios masivos cuando de defender un interés o derecho se trata, sino PORQUÉ A LA HORA DE DEMOCRATIZAR LA ECONOMÍA SE AGOTAN LOS ARGUMENTOS RAZONABLES Y LOS BUENOS MODALES, AÙN EN LAS SOCIEDADES MÁS CIVILIZADAS”.

Otro exponente de este pensamiento escarmentado, más próximo al arrepentimiento que a la autocrítica, es el ex montonero Héctor Ricardo Leis, quien publicara en 2012 un polémico texto titulado Un testamento de los años 70. En nota reciente escrita para el diario Perfil bajo el título de “Sainete criollo”, este politólogo sostiene que “El tabú que existe sobre los militares condenados por la represión en los 70 es tal que muchos no pueden siquiera imaginar que ellos también tengan derechos humanos (…) En la Argentina de hoy los militares se quedaron con todas las culpas por la violencia política y sin derechos humanos, el resto de la sociedad se quedó con los derechos humanos y sin culpa”.

Para sentar posición al respecto es menester manifestar en primera instancia la convicción  de que debiera constituir uno de los valores más altos de la Argentina haber contado en el pasado reciente con una generación altruista y capaz de sublevarse hasta empuñando las armas contra quienes entraron “a degüello” a la Casa Rosada para entregar la Patria a los centros de poder mundial. En segundo término, vale la pena ratificar nuestro pleno convencimiento acerca de que cualquier posibilidad de propender a la concordia entre los argentinos debe observar ineludiblemente respeto por la Memoria, la Verdad, y la Justicia (presupuestos que obviamente suponen asumir responsabilidades colectivas, tanto en el campo de las acciones como en el de las omisiones) Aclaradas estas cuestiones, entonces sí es posible expresar en tercer lugar que toda ética  democrática deberá diferenciarse plenamente de la sostenida por un gobierno ilegal, ilegítimo y genocida, respetando en forma absoluta el derecho a la defensa en juicio y la dignidad en las condiciones de cautiverio  incluso de los personeros del régimen de facto. Por otra parte, es tan claro que han pasado ya por los cuarteles varias generaciones de militares ajenos al Golpe de Estado, como que cualquier estigmatización que recaiga sobre la institución castrense, en vez de hacerlo exclusivamente sobre quienes la condujeron hacia un enfrentamiento con el pueblo, sedimentará negativamente en el cuerpo social. A este respecto consideramos pertinente señalar que aún no se percibe una política de Estado estratégica en materia de Defensa Nacional, lo cual por cierto dista mucho de nombrar apenas a un general amigo al frente de las FFAA. En el camino de dicha revisión también se impondrá naturalmente insistir en la mancomunión de esfuerzos cívicos con las nuevas camadas de soldados, como la que pudo verse en ocasión de asistir a los damnificados por el temporal de abril en La Plata. Resulta cuanto menos sorprendente que, al cabo de una década supuestamente ganada, el Poder Ejecutivo se ufane de carecer de hipótesis de conflicto regional, mientras EEUU sigue instalando bases militares en la Triple Frontera, su Cuarta Flota patrulla el pacífico, y la OTAN continúa militarizando el Atlántico Sur.

No escapará al lector atento cuánto cuesta defender (y difundir) estos argumentos, en un contexto de escarmientos y capitulaciones como el actual, largamente macerado en el magma de un pasado sumamente traumático, bajo un gobierno que se auto rescata como expresión sensata de un setentismo capaz de acumular méritos tan dudosos como el de no haberle  dado discusión a Perón.

La sacralización sin beneficio de inventario de una rebelión generacional  fallida

Fuimos hijos de la modernidad. Crecimos altamente  condicionados por el pensamiento binario que signó al mundo que nos tocó en suerte. No obstante, nos preocupó forjar una opción tercerista. Acaso una de sus expresiones más elocuentes haya sido la política de autofinanciamiento generada a partir de la expropiación al monopolio Bunge y Born, lo que permitió no sujetarnos al mandato de ninguna internacional de la política. Pero, así como hemos manifestado nuestra discrepancia con los relatos satanizadotes de la generación del setenta, somos concientes de que todo pensamiento de época ensaya relatos legitimadores, y el que hoy impera en nuestro país parecería ofrecerle a las nuevas generaciones una versión inmaculada de las gestas revolucionarias pasadas, algunos de cuyos desconceptos y reveses hemos tratado de consignar. En relación a operatorias semejantes, - y contestes de la diferencia entre temperatura y sensación térmica - sostiene la periodista Silvia Mercado, sobre el personaje al que dedicó su libro El inventor del peronismo, “…sin Apold, los únicos privilegiados no serían los niños. Ni Evita la abanderada de los humildes. Ni el amor entre Juan y Eva hubiera llegado hasta nuestros días, sin las dudas que suelen provocar investigadores y periodistas, a través de esa foto que cruzó las generaciones, donde el presidente contiene en un abrazo a su mujer enferma de cáncer, pocas semanas antes de su muerte. Tampoco se recordaría que Evita pasó a la posteridad a las 20.25, claro. Y el 17 de octubre no sería una bisagra en la historia, un antes y un después definitivo, escindido por completo del golpe militar del 4 de junio de 1943 y de la lucha de los trabajadores desde que empezaron a organizarse, en los finales del siglo XIX”. Sin embargo tales mecanismos no debieran sorprendernos, toda vez que la construcción de un entramado colectivo de experiencias es, si no una utopía, producto de una larga decantación de dolores pasados que permita entrarle a la historia con el debido distanciamiento emocional que reclama cualquier aproximación a una verdad mayoritariamente aceptable.-

JORGE FALCONE